Estoy en Dharamsala, lugar de residencia oficial del Dalai Lama en India. Ha nevado, hace frío. Son los días más cortos del año y desde mi ventana contemplo un precioso espectáculo de montaña: varios picos nevados de cerca de 4000 metros de altura y la luna llena asomándose entre ellos. A pesar de la destemplanza que habita mi cuarto, al meterme en la cama me encuentro en buena compañía: una manta, otra manta, una más. El calor y el bienestar del sueño están asegurados. Recuerdo vívidamente una escena de la infancia, un día helado de intenso invierno cuando me desplazo del calor del fuego a la cama y Lola me sepulta, una tras una, bajo una pesada y reconfortante montaña de mantas. En la habitación del Molino de Sorzano de mi recuerdo hace tanto frío como aquí, pero me siento en casa.
Desde mi nocturna sepultura de mantas de hoy me sumerjo en las páginas del libro en las que Irene Vallejo reflexiona sobre el mágico acto de la primera escritura. Como ella bien dice, la escritura como la costura urden tramas y aprendiendo a escribir y a coser se aprende a narrar historias. Mi memoria me transporta a la Ermita de Lomos de Orios, a otra escena aún más remota de mi infancia cuando, sentadas en el alféizar de la pintoresca ventana de la cocina, Lola me enseñó a escribir mi nombre, que quedó plasmado en la cal del muro. La Sierra de Cebollera no es tan alta como el Dhauladhar, pero las prendas de ropa que he adquirido estos días para protegerme de las estresantemente bajas temperaturas están cosidas a mano y me servirían igual de bien allá. Si no fuera por el celo y buen saber de las artes textiles y sus expertas hacedoras, me pelaría de frío durmiendo o andando.
“Costurera sin dedal, cose poco y cose mal”. Así aprendí a reflexionar sobre la importancia de tener una disposición adecuada para la costura. Encontrar un dedal del tamaño apropiado, probar con el dedo anular o con el del medio, imaginar la frustración derivada de utilizar un dedal sin hoyuelos… micro experiencias como éstas educaron mi aprecio por el material y la técnica, enseñándome a valorar la sabiduría práctica que se esconde en refinados objetos en los que comúnmente apenas nos fijamos. También me ayudaron a comprender que el conocimiento, además de con el lenguaje, se transmite y adquiere con la postura, con el sudor del dedo, los refranes y la paciencia, símbolos del buen saber hacer que trasciende los siglos, cuyo valor es imperecedero.
Saber coser es como saber cantar, un arte que requiere de técnica y práctica. Sin la técnica, el arte se frustra y no consigue expresarse. Con ella, el refinamiento es posible y el arte estable. La práctica es el compromiso, la fuerza de voluntad sostenida en el tiempo con dedicación y entrega. Enhebrar una aguja, como afilar un lápiz, es un acto de fe y confianza, una reflexión y un gesto. Una coordinación aparentemente sencilla pero para la que han de sincronizarse decenas de músculos, huesos y tendones. En ese instante de suspensión en el que el entorno se atenúa y todos nuestros sentidos se concentran en un punto singular y pequeño, una minúscula puntada pasará a formar parte invisible de una almazuela laboriosamente acabada.
Una vez preparado el utensilio y a base de pericia y paciencia, se procede a la consolidación del alma de la pieza, – aquella que ha sido serenamente pensada y diseñada -, fijando en su sitio los colores cuidadosamente elegidos con el adecuado número de puntadas. O de trazos, si en lugar de aguja e hilo estamos dibujando estampados con lápiz o pincel. Coser bien es el equivalente a colorear sin salirse y es de buen hacer coser en línea recta o dibujar de un solo golpe de mano. La práctica de estas dos artes, almazuelas y estampados, tiene otros aspectos en común, como la geometría perfecta de muchos de sus diseños, los efectos conseguidos a través de las texturas, las repeticiones y simetrías, o las gamas y contrastes que requieren extremada precisión. En el dibujo de un estampado no hay que pasarse con el agua ni con el rallado, como en la costura de una almazuela no hay que tener una hebra “más larga que la de Mari-Moco, que cosió siete camisas y le sobró un poco”. No debemos ejercer demasiada presión con la mano para no desequilibrar la composición, ni tirar demasiado del hilo para que la tensión de la pieza sea la justa y adecuada.
Transitando por los sofisticados textiles de Jammu y Kashmir que observo mientras camino por las calles de McLeod Ganj -tejidos que combinan finamente puntadas y dibujos- recuerdo que mi tendencia a vestir colores planos era un obstáculo que me hacía sentir incómoda cuando trataba de imaginar mis diseños de estampados plasmados en prendas de ropa. Eso me llevó a pensar en el asunto con cierto cuidado hasta que en mi auxilio vinieron de nuevo las enseñanzas de las almazuelas y aquella atracción tan particular que sentía por el taller de Lola. El taller se extendía a distintas estancias de la casa, donde ristras y ristras de telas idénticas colgaban en grupos de diez prendidas por un alfiler, mientras que otras se distribuían en cestas por colores o destinos en un orden absolutamente metódico. El mimo, esmero y devoción que Lola confería a aquellas labores de clasificación aparentemente secundarias, me transmitían un gran respeto y una comprensión intuitiva de lo sagrado. Aquellos trozos de tela tenían sus propias historias y sin duda pertenecieron a gentes que los habían apreciado tanto como para concebirlos, diseñarlos, producirlos, comprarlos, vestirlos, cuidarlos y guardarlos. Y ahora yacían dispuestos en jirones, a la espera de transformarse en nuevas formas gracias al tesón, incansable trabajo, refinado gusto y sabio criterio de Lola.
Muchos de los diseños de los trozos de tela que Lola emplea en sus almazuelas tienen dibujos, patrones tejidos o estampados que, al ensamblarse cosidos bajo los nuevos patrones, invitan a reflexionar sobre lo que vemos cuando miramos, sobre lo grande y lo pequeño, e incluso sobre la manera en que organizamos el pensamiento tratando de imitar y comprender, una y otra vez, aquello que nos gusta o aquello que soñamos o imaginamos. Los patrones conectan el mundo intangible con nuestros sentidos, y nos demuestran la capacidad de integrar nuestras impresiones en un entorno que conocemos y configuramos. El arte textil nos ayuda a adaptarnos física y simbólicamente al medio en el que vivimos y que también creamos.
Montañas, costura, escritura, estampados y arte. Aprender, hacer, valorar, contemplar. Los fundamentos de algunas de las enseñanzas que trato de transmitir a mis alumnos fueron aprendidos en mi infancia. Entre otros espacios, recuerdo especialmente la mesa del taller de almazuelas donde aprendíamos a diseñar, preparar retales y coser, completando los días dedicados a actividades de comprensión y comunión con la naturaleza que Lola organizaba en los campamentos de verano. La escuela en la que hoy imparto clases de diseño en India, al igual que en los recuerdos de mi infancia, mezcla enseñanzas técnicas de artes y formas de diseño tradicionales y contemporáneas con inmersiones de estudio y observación en el entorno social y medioambiental. Así que en ese sentido, aquí me siento como en casa a pesar de la distancia.
La investigadora y escritora textil Jessica Hemmings dice que el estudio de las prácticas de telar le condujo a las palabras, que a su vez le mantuvieron cerca de los tejidos. Afirma que muchos profesionales en el campo textil merecen estudios pormenorizados y amplio reconocimiento. Las almazuelas son patrones de diseño que rescatan y aúnan historias, piezas de arte que, como archivos de artes y memorias, ejercen de testigos partícipes del tiempo y la cultura, enseñándonos a valorar y a recordar quiénes somos, qué nos gusta y cómo sentimos. Son museos abstractos y concretos de nuestras vidas, y al igual que los entornos naturales nos pueden calmar la ansiedad o inducir nostalgia u otros estados afectivos.
No hay almazuela ni estampado que no me evoque algún aspecto de la naturaleza: bosques o montañas, ríos o rocas, piedras o pájaros. Pienso que cuando dibujo estampados lo hago para amigarme con el mundo y que cuando Lola cose almazuelas lo hace para añadir aún más valor al que ya tiene de por sí el arte de los tejidos. Un arte que nos hace de puente entre la piel y el entorno, entre la imaginación, la casa y el resto del mundo. En mi imaginación, almazuelas y estampados equivalen a coser en el campo y repetir dibujos de montañas. Escribir sobre ellos es un viaje por las callejuelas de mi mente, donde presente y memoria se funden en un continuo y pasado y futuro se entrelazan.